Desde el 11 y hasta el 13 de agosto se discuten, tanto en el Senado de la República como en el Gobierno del Distrito Federal, audiencias públicas para evaluar la crisis económica y proponer soluciones, así como mesas redondas sobre el agotamiento del modelo de desarrollo, respectivamente.
Sin pretender asumirnos como profetas o futurólogos, sí podemos sacar una conclusión anticipada del resultado de ambos ejercicios: dinero gastado en la organización y logística de eventos que no producirán absolutamente nada; diría Carlos Monsiváis: “Como en las telenovelas, pasa de todo para que al final no pase nada”
Y es que partimos de un lastre fundamental que no deja que la economía despegue: la mal entendida política social que crea clientela; si parafraseamos a Lionel Robbins y entendemos a la economía como administración de la escasez tendríamos que pensar, en una construcción ideal del ejercicio de análisis, que se propondría llevar a cabo un programa de reorientación del ejercicio del gasto a áreas verdaderamente prioritarias como la infraestructura, seguridad pública eficiente, desarrollo industrial y subsidios a la educación y la investigación científica y tecnológica; pero no, seguimos pensando en poner a salvo el asistencialismo.
Desde luego que sí es importante ayudar a los pobres, pero dándoles limosnas nunca los sacaremos de limosneros, hay que generar otras alternativas de desarrollo y atreverse a cambiar al país sin andar pensando tanto en los costos políticos, porque con ellos como ancla, nunca podremos superar los rezagos del país.
Si profundizamos en los alcances de lo que se consideran las políticas prioritarias del gobierno mexicano caeremos en la cuenta de que estamos ante una disyuntiva que, irremediablemente, nos conduce a un mal camino porque, o se trata de una estrategia que no asegura el despegue productivo de los segmentos de la población en desigualdad, o simplemente es un plan perverso para mantener un coto de poder basado en la necesidad de la gente, como diría Álvaro Vargas Llosa, en la transferencia de la riqueza desde los pobres a los ricos.
En efecto, las políticas asistenciales en México tienden a organizarse en torno a los indicadores del Desarrollo Humano del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo sin tomar en consideración las peculiaridades socioculturales de las comunidades y las personas, por lo que las implementan bajo los criterios de PIB per cápita, educación y mortalidad, mismos que se pretenden paliar con una suerte de “becas” para quitarse de encima la responsabilidad de ampliar la cobertura y calidad de los servicios sociales existentes generando una dependencia total de los recursos de los programas, sin implementar modelos de responsabilidad social y desarrollo.
Lo anterior se pervierte con el intercambio de favores que crean la clientela política y dejan un esquema de apoyos a núcleos sociales a cambio de apoyo político-electoral, todo al margen de la ley. Ello, aunado a la política de subsidios generalizados que terminan beneficiando más a los segmentos sociales de mayores ingresos, configura un escenario en que los contribuyentes cautivos y los consumidores –de todo nivel social- financien la política asistencial, de la cual, las clases pudientes, también resultan favorecidas –los pobres hacen más ricos a los ricos- sin que se tengan resultados concretos.
Todo este enredo podría solucionarse con la eliminación de la política asistencialista, pero a la clase política le es más rentable mantener con limosnas a votantes cautivos que esperan la “generosa” dádiva del gobierno en turno, que a hacer progresar a una sociedad que después se volvería más crítica y exigente, y que podría cometer la “imperdonable ingratitud” de no votar por ellos, sólo porque cometieron el “inocuo pecadillo” de no ser eficientes.
En un contexto de crisis se tienen que tomar medidas valientes y de gran calado que tienen un costo político, pero que en el mediano plazo pueden enderezar el barco.
El problema es que, como carecemos de estadistas en México y los que hay tienen cerrada la puerta para el ejercicio del poder público, siempre estamos supeditados a la buena de los gobernantes y si estos miden que las dolorosas medidas que se deben tomar para superar los rezagos tienden a restar votos, simplemente dejarán las cosas tal y como están.
Lograr mayor equidad en la distribución de la riqueza implica también una redistribución de las responsabilidades fiscales de todos los mexicanos, porque ha quedado fehacientemente demostrado que la política de exenciones y apoyos hacendarios termina favoreciendo a los mexicanos de mayores ingresos en lugar de aquéllos que verdaderamente lo necesitan.
Hacer que todos los mexicanos, sin excepción, paguen impuestos no es una herejía, antes bien es una obligación del ciudadano para con el Estado por lo que se hace impostergable cerrar la puerta de los privilegios y las exenciones para que el gobierno cuente con los recursos suficientes para financiar el desarrollo y destinar partidas específicas a los mexicanos que en realidad lo necesitan.
En ese sentido hay que comprender que el ejercicio del gasto público para financiar paliativos no estimula la productividad social, por el contrario, incrementa la dependencia y la cultura del mínimo esfuerzo, lo que deja la responsabilidad productiva en una minoría que no se beneficia de los apoyos gubernamentales, por lo que también se hace urgente que la política asistencial venga acompañada de la responsabilidad social del beneficiario, si se le ayuda que también sea solidario; de nada sirve regalar el dinero de los contribuyentes para que no pase nada, se tiene que obligar a los beneficiarios a dar resultados concretos por cada apoyo recibido, sea en productividad, eficiencia, creatividad, rendimiento académico, etcétera, de otra manera estaremos tirando el dinero público a un pozo sin fondo.
La verdadera inversión pública para el desarrollo está en la generación de fuentes de trabajo y no de empleo, en la infraestructura estratégica del país, y en una educación de calidad que cambie la mentalidad de los mexicanos desde la visión del empleado a la del emprendedor, y desde la postura del súbdito a la del ciudadano activo.
Y es que en nuestra América Latina se ha confundido al gobierno con el Estado y después, en su función, porque se tiene la errónea impresión de que el gobierno debe ayudar a la población cuando en realidad su verdadera función es la de administrar los recursos nacionales para asegurar la autoprotección social.
Tenemos que salir de nuestra percepción medieval de la sociedad y romper los diques corporativos de la estructura social real de nuestro país y de América Latina para que, como pueblos, salgamos de la adolescencia, asumamos la responsabilidad que da la madurez social y nos dejemos de estar jugando improvisadamente al Estado y al gobierno.
Sin pretender asumirnos como profetas o futurólogos, sí podemos sacar una conclusión anticipada del resultado de ambos ejercicios: dinero gastado en la organización y logística de eventos que no producirán absolutamente nada; diría Carlos Monsiváis: “Como en las telenovelas, pasa de todo para que al final no pase nada”
Y es que partimos de un lastre fundamental que no deja que la economía despegue: la mal entendida política social que crea clientela; si parafraseamos a Lionel Robbins y entendemos a la economía como administración de la escasez tendríamos que pensar, en una construcción ideal del ejercicio de análisis, que se propondría llevar a cabo un programa de reorientación del ejercicio del gasto a áreas verdaderamente prioritarias como la infraestructura, seguridad pública eficiente, desarrollo industrial y subsidios a la educación y la investigación científica y tecnológica; pero no, seguimos pensando en poner a salvo el asistencialismo.
Desde luego que sí es importante ayudar a los pobres, pero dándoles limosnas nunca los sacaremos de limosneros, hay que generar otras alternativas de desarrollo y atreverse a cambiar al país sin andar pensando tanto en los costos políticos, porque con ellos como ancla, nunca podremos superar los rezagos del país.
Si profundizamos en los alcances de lo que se consideran las políticas prioritarias del gobierno mexicano caeremos en la cuenta de que estamos ante una disyuntiva que, irremediablemente, nos conduce a un mal camino porque, o se trata de una estrategia que no asegura el despegue productivo de los segmentos de la población en desigualdad, o simplemente es un plan perverso para mantener un coto de poder basado en la necesidad de la gente, como diría Álvaro Vargas Llosa, en la transferencia de la riqueza desde los pobres a los ricos.
En efecto, las políticas asistenciales en México tienden a organizarse en torno a los indicadores del Desarrollo Humano del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo sin tomar en consideración las peculiaridades socioculturales de las comunidades y las personas, por lo que las implementan bajo los criterios de PIB per cápita, educación y mortalidad, mismos que se pretenden paliar con una suerte de “becas” para quitarse de encima la responsabilidad de ampliar la cobertura y calidad de los servicios sociales existentes generando una dependencia total de los recursos de los programas, sin implementar modelos de responsabilidad social y desarrollo.
Lo anterior se pervierte con el intercambio de favores que crean la clientela política y dejan un esquema de apoyos a núcleos sociales a cambio de apoyo político-electoral, todo al margen de la ley. Ello, aunado a la política de subsidios generalizados que terminan beneficiando más a los segmentos sociales de mayores ingresos, configura un escenario en que los contribuyentes cautivos y los consumidores –de todo nivel social- financien la política asistencial, de la cual, las clases pudientes, también resultan favorecidas –los pobres hacen más ricos a los ricos- sin que se tengan resultados concretos.
Todo este enredo podría solucionarse con la eliminación de la política asistencialista, pero a la clase política le es más rentable mantener con limosnas a votantes cautivos que esperan la “generosa” dádiva del gobierno en turno, que a hacer progresar a una sociedad que después se volvería más crítica y exigente, y que podría cometer la “imperdonable ingratitud” de no votar por ellos, sólo porque cometieron el “inocuo pecadillo” de no ser eficientes.
En un contexto de crisis se tienen que tomar medidas valientes y de gran calado que tienen un costo político, pero que en el mediano plazo pueden enderezar el barco.
El problema es que, como carecemos de estadistas en México y los que hay tienen cerrada la puerta para el ejercicio del poder público, siempre estamos supeditados a la buena de los gobernantes y si estos miden que las dolorosas medidas que se deben tomar para superar los rezagos tienden a restar votos, simplemente dejarán las cosas tal y como están.
Lograr mayor equidad en la distribución de la riqueza implica también una redistribución de las responsabilidades fiscales de todos los mexicanos, porque ha quedado fehacientemente demostrado que la política de exenciones y apoyos hacendarios termina favoreciendo a los mexicanos de mayores ingresos en lugar de aquéllos que verdaderamente lo necesitan.
Hacer que todos los mexicanos, sin excepción, paguen impuestos no es una herejía, antes bien es una obligación del ciudadano para con el Estado por lo que se hace impostergable cerrar la puerta de los privilegios y las exenciones para que el gobierno cuente con los recursos suficientes para financiar el desarrollo y destinar partidas específicas a los mexicanos que en realidad lo necesitan.
En ese sentido hay que comprender que el ejercicio del gasto público para financiar paliativos no estimula la productividad social, por el contrario, incrementa la dependencia y la cultura del mínimo esfuerzo, lo que deja la responsabilidad productiva en una minoría que no se beneficia de los apoyos gubernamentales, por lo que también se hace urgente que la política asistencial venga acompañada de la responsabilidad social del beneficiario, si se le ayuda que también sea solidario; de nada sirve regalar el dinero de los contribuyentes para que no pase nada, se tiene que obligar a los beneficiarios a dar resultados concretos por cada apoyo recibido, sea en productividad, eficiencia, creatividad, rendimiento académico, etcétera, de otra manera estaremos tirando el dinero público a un pozo sin fondo.
La verdadera inversión pública para el desarrollo está en la generación de fuentes de trabajo y no de empleo, en la infraestructura estratégica del país, y en una educación de calidad que cambie la mentalidad de los mexicanos desde la visión del empleado a la del emprendedor, y desde la postura del súbdito a la del ciudadano activo.
Y es que en nuestra América Latina se ha confundido al gobierno con el Estado y después, en su función, porque se tiene la errónea impresión de que el gobierno debe ayudar a la población cuando en realidad su verdadera función es la de administrar los recursos nacionales para asegurar la autoprotección social.
Tenemos que salir de nuestra percepción medieval de la sociedad y romper los diques corporativos de la estructura social real de nuestro país y de América Latina para que, como pueblos, salgamos de la adolescencia, asumamos la responsabilidad que da la madurez social y nos dejemos de estar jugando improvisadamente al Estado y al gobierno.
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